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Bioinnovación: los científicos argentinos que se proponen llevar sus inventos al mercado

    Luego de muchos años en que las investigaciones no solían cruzar las puertas de los centros de estudios, comienzan a surgir emprendimientos para que las innovaciones se transformen en productos puestos a la venta .

    La mayoría de los remedios que los médicos nos recetan habitualmente y que compramos en la farmacia no fueron inventados, ni patentados ni desarrollados científicamente en nuestro país. La industria farmacéutica nacional, un sector sólido y pujante, generalmente compra el principio activo en el exterior (drogas cuyas patentes ya vencieron) y, a partir de ello, desarrolla sus productos y los comercializa localmente. En muchos casos introduce mejoras propias. Pero la creación de drogas nuevas para la salud humana se da en pocos países: su investigación en fase clínica en humanos es muy costosa y está monopolizada por un puñado de laboratorios globales. El negocio farmacéutico mundial es un negocio gigantesco al que pocos se atreven. Se dice que de 100 descubrimientos solo uno llega a convertirse en un producto patentado, aprobado y usado en pacientes. Cada intento fallido puede costarle al laboratorio entre 500 y 1000 millones de dólares. Pero cada éxito puede redituarle varios miles de millones en ganancias durante décadas.

    La Argentina tiene una larga tradición y gran prestigio en las llamadas ciencias de la vida: biología, bioquímica, medicina, biotecnología, biología molecular, genética, inmunología, neurología, neurociencias. Es el único país de habla hispana con tres premios Nobel en ciencias: Bernardo Houssay, Federico Leloir y César Milstein. Pero hasta ahora nuestros científicos han preferido mantener sus experimentos dentro de los institutos de investigación, enseñando en las universidades y publicando sus papers en las principales revistas científicas del mundo. Pocos han osado cruzar “el valle de la muerte”, esa incierta travesía que puede durar entre 20 y 30 años y que conduce del laboratorio científico al mercado farmacéutico global.

    En países sin experiencia previa como el nuestro, ese camino es una odisea digna de héroes como el infatigable Ulises. Por un lado, la mayoría de los científicos recela del mundo de los negocios y, por el otro, los empresarios argentinos no quieren invertir en proyectos arriesgados y de largo aliento. La macroeconomía argentina es otra montaña rusa.

    Sin embargo, algo está cambiando. Empiezan a surgir startups (empresas nuevas) integradas por científicos, emprendedores e inversores argentinos decididos a plantar bandera en territorios desconocidos. En una era en la que el conocimiento y la innovación definen la riqueza de las naciones -no hay más que ver la batalla tecnológica entre Estados Unidos y China-, nuestros pioneros están abriendo un surco fundamental para la Argentina.

    Osvaldo Podhajcer, doctor en Biología Molecular y pionero en terapias genéticas contra el cáncer, y Fernando Goldbaum, doctor en Inmunología, especializado en microbiología molecular, son dos de los científicos del Conicet con más patentes internacionales. Sus innovaciones en el área de salud humana generaron dos emprendimientos biotecnológicos que por primera vez podrían llegar al mercado internacional. Hace 20 años se conocieron en el Instituto Leloir, cuya conducción compartieron. Allí impulsaron la creación de la Incubadora Inis-Biotech. Los unía un mismo anhelo: transformar hallazgos argentinos en productos para el mercado mundial, para generar trabajo calificado y riqueza económica para el país.

    “Los norteamericanos le dicen from bench to bed, de la mesada científica a la cama del paciente. Es un proceso habitual”, explica Goldbaum en las oficinas de la empresa Inmunova, en el predio de la Universidad de San Martín.

    “Nada va a compararse con enterarme de que un paciente se curó con algo que creamos acá. En toda mi vida ese fue mi objetivo, lo que le da sentido a lo que hago”, dice por su parte Podhajcer, en el Laboratorio de Terapia Molecular y Celular del Instituto Leloir.

    El talento empresarial y las inversiones privadas en I+D (bajísimas en nuestro país) son fundamentales para hacer realidad estos proyectos. Pero el Estado tiene un rol estratégico estableciendo políticas públicas de largo plazo, financiando la investigación básica, creando fondos público-privados como se hizo a fines de 2017, y tendiendo puentes entre la ciencia y el sector productivo.

    “Fue muy estimulante el impulso que le dio Lino Barañao a la vinculación público-privada cuando se creó el Ministerio de Ciencia y Tecnología, hace más de una década”, dice Goldbaum. Ambos investigadores coinciden en que la visión del actual secretario de CyT de la Nación permitió el surgimiento de muchas iniciativas como las suyas.

    Sin embargo, la reducción presupuestaria de los últimos dos años pone en riesgo muchos de estos avances y alejan la oportunidad de que la Argentina sea una protagonista vigorosa en la economía de la innovación y el conocimiento global.

    Un tratamiento oncológico que podría significar ingresos millonarios y más investigaciones

    Osvaldo Podhajcer, en el laboratorio donde trabaja Crédito: Patricio Pidal/AFV

    Osvaldo Podhajcer y su equipo trabajan en un proyecto para luchar contra el cáncer; esfuerzos de años y llegada de inversores

    Probablemente Osvaldo Podhajcer sea uno de los científicos argentinos que más veces intentaron cruzar el “valle de la muerte” para llevar innovaciones surgidas de la investigación a la vida cotidiana. Adquirió el gen emprendedor en Israel, donde emigró con su familia en los años 70. Se graduó en la Universidad Ben Gurion cuando nacía la “Start-up Nation” en medio de los kibutz. Volvió al país en los 80, hizo su doctorado en la UBA y el posdoctorado en el Instituto Leloir, cuando el premio Nobel argentino todavía conducía la institución. Otro premio Nobel, César Milstein, fue quien evaluó sus trabajos y sugirió que le dieran un laboratorio propio.

    En 1996 creyó que tocaba el cielo con las manos. Tras dar una conferencia en Londres sobre un gen identificado por su equipo que inhibía el desarrollo del cáncer de melanoma, un prestigioso laboratorio inglés quiso invertir en el proyecto. El Instituto Leloir firmó un contrato licenciando la patente. El Leloir y el Conicet (que paga el sueldo de los investigadores) conservarían la propiedad intelectual y el laboratorio inglés desarrollaría la droga. De tener éxito, les otorgaría regalías y un porcentaje de las ventas.

    Pocos meses después, Nature, la mayor revista científica del mundo, publicó la noticia. Los diarios nacionales dieron la información en sus portadas. Las radios empezaron a llamar a Podhajcer desde las 6 de la mañana. De pronto, se convirtió en la estrella del momento. Hasta que las autoridades del Conicet objetaron la venta de una patente del Estado nacional. El Instituto Leloir logró hacerles entender la diferencia entre “licenciar y vender” una patente y le dijo que mantendrían la propiedad intelectual y recibirían regalías. Como ocurre en la mayoría de estos casos, la droga nunca se desarrolló y la patente volvió a las instituciones argentinas.

    Pero Podhajcer no se rindió. “Entre 2004 y 2005 avanzamos mucho con la modificación genética de virus para su uso como medicamento oncológico”, explica. Sobre la base de estos trabajos de vanguardia, la investigadora de su laboratorio Verónica López modificó genéticamente un virus para curar el cáncer de ovarios. “Mantener durante años las patentes internacionales, impidiendo que otro país nos arrebatara el hallazgo nos obligó a conseguir US$100.000 que el Estado no podía financiar”, cuenta Podhajcer.

    El esfuerzo rindió sus frutos. En 2015 lo llamaron de la oficina de vinculación tecnológica del Conicet. Dos inversores argentinos, Daniel Katzman y Lisandro Bril, fundadores de la empresa Unleash Inmuno Oncolytics, querían poner dinero en el virus oncológico. Poco después, el entonces ministro de Ciencia y Tecnología de la Nación y actual secretario y las autoridades del Conicet anunciaron que habían licenciado la patente. Unleash se comprometía a aportar financiamiento, experiencia y socios internacionales para hacer las pruebas preclínicas en animales y, eventualmente, pruebas clínicas en humanos (fases 1, 2 y 3), hasta llegar con un producto aprobado por las agencias regulatorias al mercado global. El Conicet y el Leloir recibirán regalías y un porcentaje de las ventas.

    Katzman y Bril se asociaron a Biogenerator, una incubadora del polo biotecnológico de St. Louis, Missouri. Poco después sumaron a David Curiel, un científico mundialmente reconocido en terapias genéticas oncológicas, cercano a Podhajcer. En 2018 lograron una inversión de US$3,5 millones de una compañía japonesa para hacer los ensayos preclínicos que están en marcha y lograr la aprobación en Estados Unidos para iniciar los ensayos en humanos. De tener éxito, imaginan asociarse o vender el desarrollo a un laboratorio global que pueda invertir cientos de millones de dólares para completar el proceso. La competencia es feroz: hay 40 laboratorios trabajando en estas terapias de punta. Si logran su objetivo, las entidades públicas argentinas recibirían millones de dólares en regalías que permitirían multiplicar investigaciones futuras. El círculo virtuoso que transforma el conocimiento científico en riqueza económica empezaría a girar.

    Daniel Katzman, al igual que Podhajcer, conoció la rueda de la innovación en Israel. Con su diploma de bioquímico de la Universidad de La Plata se fue ese país en los años 90. Su tío, un físico argentino, ya estaba trabajando en el boom de los startups biotecnológicos. Katzman lideró varios proyectos y fue enviado a Estados Unidos a conducir pruebas en humanos en Harvard. Se quedó en Boston donde cofundó una compañía de bioneurología. Hasta que su esposa, cantante de tangos, le pidió volver a la Argentina.

    Conoció a Lisandro Bril en el prestigioso concurso NAVES de planes de negocios de la Universidad Austral. “Cada candidato tiene 45 segundos para explicar su proyecto. De pronto apareció este joven que dijo que había trabajado en innovación biotecnológica en Israel y Boston y quería hacer lo mismo en Argentina. ¡Era lo que estaba buscando!”, cuenta Bril, cofundador de Endeavor Argentina y uno de los inversores de capital de riesgo con más experiencia en el país. “La innovación tecnológica debe ser parte de nuestra visión de país en el siglo 21”, afirma.

    Una empresa creada hace una década desarrolla proyectos para llevar sus avances a la farmacia

    Fernando Goldbaum, con parte de su equipo Crédito: Diego Spivacow/AFV

    Inmunova, creada por Fernando Goldbaum y sus socios, está probando un producto para tratar el síndrome urémico hemolítico

    Fernando Goldbaum es investigador superior del Conicet, formado en la Argentina y Estados Unidos. En 2001 estuvo a punto de irse del país. No había presupuesto para la ciencia. Lo salvó una beca de US$350.000 que obtuvo del Howard Hughes Medical Institute. En 2004 recibió el premio AMSUD-Pasteur por el desarrollo de una nueva tecnología para el diseño de antígenos y vacunas. Fue la base científica que en 2009 le permitió crear la empresa de biotecnología Inmunova junto a otros colegas.

    Sus socios también son científicos con altísimas calificaciones. Pero ellos decidieron quemar las naves: dejaron sus cargos públicos para convertirse en emprendedores. Dan Kaplan, doctor en química biológica, y Linus Spatz, biólogo y exinvestigador de la UBA, se presentaron también en 2001 al concurso NAVES de la Universidad Austral. “A mí me interesaba la vinculación público-privada, lograr que desarrollos del sistema científico tuvieran impacto real. Pero en esa época las estructuras de la universidad no estaban preparadas”, cuenta Spatz, actual director general de Inmunova. Fue así como contactó a Kaplan, que ya estaba involucrado en emprendimientos productivos. “Queríamos llevar desarrollos de la ciencia argentina al mundo”.

    Ganaron US$30.000 en el concurso NAVES y allí conocieron a Jorge Villalonga, uno de sus inversores “ángeles”, como se denomina a quienes aportan capital inicial. La crisis de 2001, el corralón, la pesificación forzada y la megadevaluación posterior los enfrentó a la dureza que significa emprender en la Argentina. Pero no se desanimaron. Durante una década desarrollaron distintas tecnologías para salud animal basadas en avances científicos generados en el sistema público. En una presentación en el Instituto Leloir conocieron a Fernando Goldbaum, “padre” de una plataforma biotecnológica muy versátil que permite diseñar antígenos y vacunas para enfermedades que aún no tienen cura. Fue entonces cuando nació Inmunova, con el apoyo de Inis Biotech, la incubadora del Instituto Leloir.

    Santiago Sanguineti, su gerente general, es doctor en Ciencias Biológicas y tiene un MBA en Londres. “Siempre quise involucrarme en proyectos de transferencia tecnológica”, explica. Inmunova lo atrapó y decidió dejar el Leloir para dar el salto al sector privado como socio fundador. Hoy dirige el principal proyecto de la empresa.”Se trata de un antisuero de amplio espectro para prevenir el síndrome urémico hemolítico (SUH), una enfermedad grave producida por ingerir alimentos contaminados con la bacteria Escherichia coli. La Argentina tiene la mayor incidencia en menores de 5 años: hay 5000 infecciones al año y unos 500 chicos desarrollan el síndrome que puede producir desde insuficiencia renal aguda o trasplantes de riñón, hasta la muerte. En Alemania fallecieron 53 pacientes en 2011″, explica.

    El SUH es lo que se llama una “enfermedad huérfana”, porque no hay un medicamento específico para combatirla. Si bien se da en diversos países, es un mercado demasiado pequeño para los grandes laboratorios. Y por esto Inmunova la eligió como su foco. “Queremos llevar nuestros productos desde nuestros laboratorios al mercado global. Queremos hacer todo el ciclo. No queremos desarrollar una parte y luego tener que vender a una multinacional porque no tenemos la espalda financiera para hacer todas las pruebas y obtener las aprobaciones en la Argentina, Estados Unidos y Europa”, dicen Sanguineti y Goldbaum en las oficinas de Inmunova en la Universidad de San Martín, en sede de la Fundación Argentina de Nanotecnología.

    Ya hicieron las pruebas preclínicas en animales en el Instituto de Medicina Comparada del Conicet en Esperanza, Santa Fe. Y en 2018 concluyeron exitosamente las primeras pruebas en personas adultas, en el Hospital Italiano. Las fases 2 y 3 se harán este año en 400 casos, niños y adultos, sanos e infectados, en unos 15 centros y hospitales públicos y privados del país. Jamás se realizaron pruebas de este tipo para medicamentos biológicos creados en el país. La razón principal es la complejidad de las exigencias regulatorias y el altísimo costo que tienen los ensayos clínicos hasta lograr las aprobaciones de los organismos nacionales e internacionales. Pero el mayor obstáculo ha sido, sin duda, el tiempo y el enorme riesgo empresario que conllevan los proyectos.

    Por eso Inmunova se asoció en 2012 al Grupo Insud, fundado por Hugo Sigman y Silvia Gold, que reúne a empresas farmacéuticas de capitales argentinos con presencia internacional. “Hicieron una inversión muy importante. Queríamos un socio que tuviera nuestra visión y nos diera el tiempo necesario para hacer las pruebas y aprender cómo es todo el proceso”, explica Spatz.

    La Anmat, Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología, es una gran aliada. Hay un plan de innovación por el cual les asignó un tutor que los asesora. Mantiene, además, una comunicación fluida con la FDA, su par norteamericana. Inmunova espera conseguir las aprobaciones argentinas en dos años y las internacionales, poco después. Sería un triunfo mayúsculo para nuestros científicos y un hito aún mayor para nuestro país.

    Agencia de Ciencia, Tecnología e Innovación