Estas mujeres hicieron grandiosos descubrimientos, pero quedaron en la sombra. Sus logros fueron atribuidos a sus colegas masculinos o se les negó el Nobel. Es lo que se llama el «efecto Matilda»
Aparte de Marie Curie o Hipatia de Alejandría no son muchas las mujeres populares en la historia de la Ciencia. Sin embargo, sí abundan los casos de las que han sido flagrantemente ninguneadas, han tenido que luchar contra el sexismo o trabajar en condiciones miserables para que al final, después de tanto esfuerzo, sus descubrimientos fueran atribuidos a sus colegas masculinos ¡e incluso a sus maridos! El número de investigadoras premiadas con un Nobel desde que los galardones comenzaran a entregarse en 1901 no llega a la veintena y la razón no solo se encuentra en que menos féminas accedan a carreras científicas, sino también a los criterios muy discutibles de la Academia Sueca a lo largo de los años.
El prejuicio tiene un nombre, «efecto Matilda», la tendencia a menospreciar los logros científicos si han sido llevados a cabo por mujeres. Nettie Stevens, descubridora de los cromosomas que determinan el sexo; Rosalind Franklin, cuyas aportaciones fueron imprescindibles para el hallazgo de la estructura del ADN, o Lise Meitner, «madre» de la fisión nuclear, son algunas de esas «Matildas» a las que todavía hay que hacer justicia. Aquí recordamos algunas de ellas, aunque hay más, con motivo del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Por fortuna, los tiempos han cambiado (o están en ello), pero puede que la lista negra se alargue. En la última edición de los Nobel, una vez más, ningún nombre femenino sonó en los anuncios del fallo del jurado… y nadie puede aducir que sea por falta de candidatas. Malo es el olvido.
Nettie Stevens – Wikipedia
La genetista estadounidense Nettie Stevens (1861-1912) realizó una exhaustiva investigación con insectos cuya principal conclusión revolucionaría el mundo de la ciencia: son dos tipos de cromosomas, el X y el Y, los que determinan el sexo de un ser vivo, algo que a principios del siglo XX era completamente desconocido. Su trabajo también proporcionó evidencias de cómo se obtienen los rasgos hereditarios. Pero, mala suerte, Stevens publicó su trabajo al mismo tiempo que su prestigioso colega Edmund B.Wilson y es fácil saber quién se llevó la gloria. Wilson reconoció en la revista «Science» que sus conclusiones coincidían con las de su compañera, por lo que claramente conocía el estudio, pero durante mucho tiempo fue él quien apareció como el auténtico descubridor. Nadie duda ahora de que Stevens es una de las grandes biólogas y genetistas de la Historia. Por desgracia, murió por un cáncer de mama cuando tenía solo 50 años.
Rosalind Franklin, esa «feminista mal vestida»
Al acaudalado padre de Rosalind Franklin (1920-1958), dedicado a la banca en Londres, no le hizo mucha gracia que su hija quisiera estudiar química, e incluso le retiró su asignación, pero el empeño de la joven le hizo cambiar su decisión y correr con los gastos. Se formó así una mente brillante, cuyas aportaciones fueron imprescindibles para el descubrimiento de la estructura del ADN junto a James Watson y Francis Crick. Pero sus colegas masculinos no fueron precisamente muy elegantes con ella. Para empezar, en el artículo de «Nature» en el que publicaban sus hallazgos, Franklin aparece citada en el último párrafo, en el que le agradecen sus resultados experimentales no publicados e ideas, como si fuera una especie de «becaria». Años después, en el libro «La doble hélice», Watson se refirió a ella diciendo que el mejor lugar para una feminista era el laboratorio de otra persona. Y añadía párrafos tan impresentables como este: «Estaba decidida a no destacar sus atributos femeninos (…) Habría podido resultar muy guapa si hubiera mostrado el menor interés por vestir bien. Pero no lo hacía (…) Todos sus vestidos mostraban una imaginación propia de empollonas adolescentes inglesas». Por su parte, Crick admitió que Franklin no podía tomar café en la sala de profesores del King’s College porque estaba reservada a los hombres, circunstancia que consideraba, simplemente, una «trivialidad». Pasó mucho tiempo hasta que ambos científicos reconocieran la extraordinaria calidad científica de su colega y pidieran disculpas. Les concedieron el Nobel junto a Maurice Wilkins cuando ella ya había muerto, y no se otorga a título póstumo.
Lise Meitner, el sufrimiento de la mujer atómica
La de la austríaca Lise Meitner (1878-1968) es una historia de desprecios y penalidades por una doble condición, la de ser mujer y judía. «Madre» de la fisión nuclear (la ruptura de un átomo pesado en otros menos pesados y más estables) y recibida en EE.UU. como una celebridad después de la Segunda Guerra Mundial, hoy en día apenas se la conoce. No compartió el Nobel de Química con su compañero de laboratorio Otto Hahn por razones difíciles de entender. Y encima Hahn ni siquiera la mencionó cuando recogió el premio en 1947 a pesar de sus 30 años de colaboración. Esa fue posiblemente la cúspide de los muchos desaires que Meitner tuvo que pasar durante su carrera científica. Por ejemplo, en su primer trabajo en Berlín, en el Instituto Kaiser Wilhelm en 1907, fue obligada a trabajar en un antiguo taller de carpintería instalado en el sótano, ya que el laboratorio no permitía mujeres. Sin sueldo, su trabajo era financiado por su padre, por lo que vivía en una habitación de una residencia femenina sin cuarto de baño. No sería la última colaboración gratuita o mal pagada que le ofrecerían en su vida. Sin embargo, amaba su trabajo hasta el punto de poner su vida en peligro en la Alemania nazi. Otro dato más para conocer la fuerte personalidad de Meitner: fue la única científica que no quiso colaborar en el proyecto Manhattan porque no quería tener nada que ver con una bomba. Al menos, Meitner sí recibió otros reconocimientos importantes, como la medalla Max Planck en 1949, y un elemento de la tabla periódica lleva su nombre en su honor: el meitnerio.
Isabella Karle, la gloria para su marido
La estadounidense Isabella Helen Lugski (1921-2017), más conocida como Isabella Karle, su apellido de casada, desarrolló un serie de técnicas para determinar la estructura tridimensional de las moléculas por cristalografía de rayos X. Pero el Premio Nobel de Química de 1985 se lo dieron a su esposo, el también químico Jerome Karle, y a su colaborador, Herbert A. Hauptman. Ella no contaba para el comité de estos galardones, que solo han entregado el 3% de los premios a mujeres.
Según explicó su propia hija a los medios tras la muerte de Lugski por un tumor cerebral, esta científica se inspiró en otra gran mujer para su carrera: Marie Curie, esta sí ganadora de un Nobel, quien, como su familia, nació en lo que ahora es Polonia. Eso sí, tuvo que superar el desaliento de una profesora, quien siendo muy joven le dijo que la química no era un campo apropiado para señoritas.
Gerty Cori, juntos hasta en el Nobel
Para los miembros de la Academia Sueca de 1947 un matrimonio debía de ser algo así como una entidad orgánica indivisible, hasta el punto de que cuando concedieron el Nobel a Gerty y Carl Cori por su descubrimiento del proceso de la conversión catalítica del glucógeno, compartido con el fisiólogo argentino Bernardo Houssay, el dinero del galardón no se repartió entre los tres premiados, sino que se dividió en dos: una parte para la pareja y otra para Houssay. Al menos, Gerty Cori (1896-1957) se convirtió en la primera mujer en todo el mundo en llevarse el Nobel de Medicina. No le fue fácil, tuvo que lidiar con el sexismo durante toda su vida profesional. Algunas universidades daban trabajo a su esposo, pero se negaban a contratarla a ella o le ofrecían sueldos ridículos.
Jocelyn Bell Burnell, a las órdenes del jefe
¿Señales de vida inteligente interplanetaria? No, son púlsares. Los descubrió la norirlandesa Jocelyn Bell Burnell (1943) mientras hacía su tesis doctoral en la Universidad de Cambridge (Inglaterra). Tras analizar una ingente cantidad de datos obtenidos por un radiotelescopio que ella misma ayudó a construir, dio con las señales de estos cadáveres estelares que giran sobre sí mismos a gran velocidad. Sin embargo, el premio Nobel por ese descubrimiento se lo dieron al supervisor de su tesis, Anthony Hewish, y a Martin Ryle, también astrónomo en Cambridge. La propia Bell Burnell explicaba aNational Geographic en 2013 que «la imagen que la gente tenía en ese momento de cómo se hacía la ciencia era la de un hombre mayor que tenía bajo su mando a un montón de subalternos, de quienes se esperaba que hicieran lo que él decía».
Chien-Shiung Wu, la «Marie Curie china»
Chien-Shiung Wu (1912-1977), también conocida como la «Marie Curie china» o «Madame Wu» es una de los grandes físicos experimentales del siglo XX, lo cual es todo un logro si se tiene en cuenta que nació en un pequeño pueblo cerca de Shangai en una época en la que las niñas no iban a la escuela y todavía se les vendaban los pies. Gracias al apoyo de su familia, Wu no solo estudió, sino que alcanzó los niveles académicos más altos. Reclutada en la Universidad de Columbia en la década de 1940 como parte del Proyecto Manhattan, realizó investigaciones sobre la detección de la radiación y el enriquecimiento del uranio. Refutó la ley física de conservación de la paridad junto a sus colegas Tsung-Dao Lee y Chen Ning Yang, estudio que mereció el Nobel en 1957. Pero una vez más la Academia premió a los varones y olvidó a la mujer. La decisión fue considerada por muchos escandalosa.
Agnes Pockels, el ama de casa que hacía física en el agua de fregar
Cuando Agnes Pockels (1862-1935) terminó sus estudios las universidades alemanas no admitían mujeres y, cuando sí lo hicieron, sus padres no la dejaron matricularse. Así que esta joven nacida en Venecia se dedicó a cuidar de los suyos y no tuvo más empleo que el de ama de casa. Sin embargo, se las arregló para estudiar física con los libros de su hermano, conocimientos que aplicaba a lo que tenía más a mano: el agua de fregar los platos. De esta forma, Pockels desarrolló un dispositivo para medir la tensión superficial en sustancias como aceites, grasas, jabones y detergentes. Sus estudios fueron publicados en «Nature», pero el mundo la olvidó por completo y fue Irving Langmuir quien se llevó el Nobel en 1932 por el perfeccionamiento de la idea original de Pockels.